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Community and microbes December 5th, 2021 by

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“In grad school they taught us budding plant pathologists that the objective of agriculture was to ’feed the plants and kill the bugs,” my old friend Steve Sherwood explained to me on a visit to his family farm near Quito, Ecuador. “But we should have been feeding the microbes in the soil, so they could take care of the plants,”

When Steve and his wife, Myriam Paredes, bought their five-hectare farm, Granja Urkuwayku, in 2000, it was a moonscape on the flanks of the highly eroded Ilaló Volcano. The trees had been burned for charcoal and the soil had been stripped down to the bedrock, a hardened volcanic ash locally called cangahua that looked and felt like concrete. A deep erosion gulley was gouging a wound through the middle of the farm. It was a fixer-upper, which was why Steve and Myriam could afford it.

Now, twenty years later, the land is covered in rich, black soil, with green vegetable beds surrounded by fruit trees and native vegetation.

The first step to this rebirth was to take a tractor to the cangahua, to break up the bedrock so that water and compost could penetrate it. This was the only time Steve plowed the farm.

To build the broken stone into soil, Steve and Myriam added manure, much of it coming from some 100 chickens and 300 guinea pigs – what they describe as the “sparkplugs of the farm’s biological motor.”

By 2015, Urkuwayku seemed to be doing well. The farm has attracted over 300 partners, families that regularly buy a produce basket from the farm, plus extras like bread, eggs, mushrooms, honey, and firewood, in total bringing in about $1,000 a week. Besides their four family members, the farm also employs four people from the neighborhood, bringing in enough money to pay for itself, so Steve and Myriam don’t have to subsidize the farm with their salaries, from teaching. The nasty gulley is now filled in with grass-covered soil, backed up behind erosion dams. Runoff water collects into a 500,000-liter pond, used to irrigate the crops during the dry season.

But in 2015 Myriam and Steve tested the soil and were surprised to see that it was slowly losing its fertility.

They think that the problem was too much tillage and not enough soil cover. Hoeing manure into the vegetable beds was breaking down the soil structure and drying out the beds, killing the beneficial fungi. As Steve explains, “the fungi are largely responsible for building soil particles through their mycelia and sweat, also known as glomalin, a carbon-rich glue that is important for mitigating climate change.” The glomalin help to remove carbon from the air, and store it in the soil.

Then Steve befriended the administrator of a local plywood factory. The mill had collected a mountain of bark that the owner couldn’t get rid of. Steve volunteered to take it off their hands. The two top advantages of peri-urban farming are greater access to customers, and some remarkable sources of organic matter.

So the plywood factory started sending Steve dump-truck loads of bark (mostly eucalyptus). To get the microbes to decompose the bark, Steve composts sawdust with some organic matter from the floor of a local native forest. The microbe-rich sawdust is then mixed with the bark and carefully spread in deep layers between the rows of vegetables, which were now tilled as little as possible. The vegetables are planted in trays, and then transplanted to the open beds.

No matter how much bark and sawdust Steve and his team lay down, the soil always absorbs it. The soil seems to eat the bark, just as in a forest. The soil microbes thrive on the bark to create living structures, like mycelia: fungal threads that reach all the way through the vegetable beds, in between the bark-filled paths. Steve and Myriam have learned that the microbes have a symbiotic relationship with plants; microbes help a plant’s roots find moisture and nutrients, and in turn, the plant gives about a third of all of its energy from photosynthesis back to the microbes.

Myriam and Steve have seen that as the soil becomes healthier, their crops have fewer problems from insect pests and diseases. In large part, this is because of the successful marriage between plants and the ever-growing population of soil microbes. Urkuwayku is greener every year. It produces enough to feed a family and employ four people, while regularly supplying 300 families with top-notch vegetables, fruits, and other produce. A community of consumers supports the farm with income, while a community of microorganisms builds the soil and feeds the plants.

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COMUNIDAD Y MICROBIOS

“En la escuela de posgrado nos enseñaron a los futuros fitopatólogos que el objetivo de la agricultura era ‘alimentar a las plantas y matar a los bichos’”, me explicó mi viejo amigo Steve Sherwood durante una visita a su granja familiar cerca de Quito, Ecuador. “Pero deberíamos haber alimentado a los microbios del suelo, para que ellos cuidaran a las plantas”.

Cuando Steve y su esposa, Myriam Paredes, compraron su finca de cinco hectáreas, Granja Urkuwayku, en el año 2000, era un paisaje lunar en las faldas del erosionado volcán Ilaló. Los árboles habían sido quemados para hacer carbón y del suelo no quedaba más que la roca madre, una dura ceniza volcánica llamada “cangahua” que parecía hormigón. Una profunda cárcava erosionaba un gran hueco en el centro de la granja. La propiedad necesitaba mucho trabajo, y por eso Steve y Myriam podían acceder a comprarla.

Ahora, veinte años después, el terreno está cubierto de una rica tierra negra, con camellones verdes rodeados de árboles frutales y nativos.

El primer paso de este renacimiento fue meter un tractor a la cangahua, para romper la roca para que el agua y el abono pudieran penetrarla. Esta fue la única vez que Steve aró la finca.

Para convertir la piedra rota en suelo, Steve y Myriam añadieron estiércol; mucho venía de unas 100 gallinas y 300 cuyes, lo que la pareja describe como las “bujías del motor biológico de la granja.”

En 2015, Urkuwayku parecía ir bien. La granja ha atraído a más de 300 socios, familias que compran regularmente una canasta de productos de la granja, además de extras como pan, huevos, champiñones, miel y leña, en total aportando unos 1.000 dólares a la semana. Además de los cuatro miembros de su familia, la granja también da trabajo a cuatro personas locales. Ya que los ingresos a la granja pagan sus gastos, Steve y Myriam no tienen que subvencionarla con los sueldos que ganan como docentes. Barreras de conservación han llenado el barranco con tierra, ahora cubierta de pasto. El agua de escorrentía se acumula en un estanque de 500.000 litros, usado para regar los cultivos durante la época seca.

Pero en 2015 Myriam y Steve analizaron el suelo y se sorprendieron al ver que lentamente perdía su fertilidad.

Creen que el problema era el exceso de labranza y la falta de cobertura del suelo. La introducción de estiércol en los camellones hortalizas estaba rompiendo la estructura del suelo y secando el suelo, matando los hongos beneficiosos. Como explica Steve, “los hongos se encargan en gran medida de construir las partículas del suelo a través de sus micelios y su sudor, también conocido como glomalina, un pegamento rico en carbono que es importante para mitigar el cambio climático”. La glomalina ayuda a eliminar el carbono del aire y a almacenarlo en el suelo.

Entonces Steve se hizo amigo del administrador de una fábrica local de madera contrachapada (plywood). La fábrica había acumulado un montonazo de corteza y el dueño no sabía cómo deshacerse de ello. Steve se ofreció a quitárselo de encima. Las dos grandes ventajas de la agricultura periurbana son un mayor acceso a los clientes y algunas fuentes fabulosas de materia orgánica.

Así que la fábrica de contrachapados empezó a enviar a Steve volquetadas de corteza (sobre todo de eucalipto). Para hacer que los microbios descompongan la corteza, primero Steve descompone aserrín con un poco de materia orgánica del suelo de un bosque nativo local. Luego, el aserrín rico en microbios se mezcla con la corteza y se esparce cuidadosamente en capas profundas entre los camellones de hortalizas, donde ahora se mueve el suelo lo menos posible. Las hortalizas se siembran en bandejas y luego se trasplantan al campo abierto.

No importa cuánta corteza y aserrín que Steve y su equipo pongan, la tierra siempre la absorbe. El suelo parece comerse la corteza, como en un bosque. Los microbios del suelo se alimentan de la corteza para crear estructuras vivas, como micelios: hilos de hongos que llegan hasta los camellones, entre los senderos llenos de corteza. Steve y Myriam han aprendido que los microbios tienen una relación simbiótica con las plantas; los microbios ayudan a las raíces de las plantas a encontrar humedad y nutrientes y, a su vez, la planta devuelve a los microbios la tercera parte de toda la energía que obtiene de la fotosíntesis.

Myriam y Steve han comprobado que a medida que el suelo se vuelve más sano, sus cultivos tienen menos problemas de plagas de insectos y enfermedades. En gran parte, esto se debe al exitoso matrimonio entre las plantas y la creciente población de microbios del suelo. Urkuwayku es más verde cada año. Produce lo suficiente para alimentar a una familia y emplear a cuatro personas, al tiempo que provee regularmente verduras, frutas y otros productos de primera calidad a 300 familias. Una comunidad de consumidores apoya a la granja con ingresos, mientras que una comunidad de microorganismos construye el suelo y alimenta a las plantas.

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